Viaje al país de las ostras - The New York Times

2021-12-27 02:39:15 By : Ms. Trinity Wang

Un escritor del sur de EE. UU. explora el papel que tuvo la cultura negra en el mundo de las ostras.

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En la carretera marismeña que lleva a la isla de Chincoteague en la costa este de Virginia, los autos y sus conductores parecían flotar en las aguas quietas de Queens Sound. Mientras cruzaba al otro lado, pensé en cómo, en siglos pasados, embarcaciones pequeñas sorteaban las bahías, los canales y las caletas de la región en busca de moluscos. En aquel entonces, antes de que el cultivo de ostras se volviera popular, la tierra funcionaba como una especie de muelle natural para los habitantes, que se disputaban, como si fueran tesoros preciados, las almejas, las ostras y las tortugas acuáticas en los lechos de las aguas salobres.

Mi visita a Chincoteague en septiembre fue parte de una exploración de una tradición estadounidense cargada de historia y acervo popular. Unas semanas después de ese viaje, fui al lado opuesto de la bahía de Chesapeake, a Leonardtown, Maryland, sede del Festival de Ostras y la Competencia Nacional de Desbullado del condado de Saint Mary. En mi viaje por la región, quise ahondar en algo que había sido parte de mi infancia: la cultura de las ostras. Me daba curiosidad saber la diferencia entre la tradición de aquí, a lo largo de la costa este de Virginia, y en lugares como la ciudad de Nueva York y Nueva Orleans, mi ciudad natal. Como un hombre afroestadounidense y oriundo del sur, también quería explorar el papel que tuvo la cultura negra, ver si el mundo de las ostras reflejaba algo más profundo sobre la experiencia estadounidense en todos los grupos raciales.

Hace años, cuando era niño en la costa del golfo de Luisiana, observaba a los desbulladores de ostras, por lo general hombres negros, que reventaban una concha tras otra y bromeaban con los comensales del otro lado del bar mientras trabajaban. Me recordaban a mis tíos en las mariscadas de la familia, que contaban historias mientras vigilaban una olla de 76 litros. En Nueva York y otras ciudades del norte, el estilo de vida en torno a las ostras me parecía completamente distinto, desde los desbulladores uniformados en restaurantes elegantes, hasta los platos para servirlas y el maridaje con vinos. Quería saber más sobre esta diferencia de actitud hacia los moluscos y el tipo de experiencias que propiciaban.

Chincoteague estaba en calma ese día despejado de septiembre, pero entre la sucesión de marisquerías y heladerías pude sentir el latido de una localidad consciente de su historia. El auge regional de las ostras que comenzó a mediados del siglo XIX aún se percibe en el aire del lugar, cuya cercanía al agua otrora rebosante de arrecifes de ostras permitió que medrara la industria.

Pasé por el museo de la ciudad, donde encontré herramientas desbulladoras rústicas y conchas, así como exposiciones en la sala delantera sobre los botes que se usaban para distintas actividades marítimas, como la cacería de patos y el dragado de crustáceos. Después de la exposición llamada Misty (sobre un querido poni salvaje), manipulé un par de pinzas tradicionales para recolectar ostras, que ya no se usan tanto y parecen rastrillos superpuestos y unidos con pernos. También intenté arrastrar unas conchas sueltas debajo de un montículo de arena afianzada.

En una esquina, había un área dedicada a la experiencia afroestadounidense en la isla de Chincoteague. Leí el texto en el muro y luego examiné una fotografía que mostraba a hombres negros desbullando ostras en una sección adyacente. Me extrañó no haber visto ninguna mención de uno de los ostricultores negros más famosos de la región: Thomas Downing, quien después se convertiría en el aclamado propietario de Downing’s Oyster House, una bodega de ostras del siglo XIX en la ciudad de Nueva York.

Downing nació en la costa este de Virginia en 1791 como parte de una familia negra que consiguió su libertad luego de que un predicador itinerante convenció a su esclavista que era de mala fe ser miembro de la Iglesia metodista y ser dueño de personas esclavizadas. Después de haber vivido en esclavitud, la familia Downing se estableció en el condado de Accomack en la costa de Virginia y con el tiempo adquirió una pequeña parcela de tierra. La familia se integró a la comunidad de Chincoteague, donde se dice que recibía con frecuencia en su casa a personas blancas destacadas en el condado antes y después de los servicios litúrgicos del domingo, una relación que, al menos en apariencia, era amigable, aunque todavía evocaba una semejanza a la cultura anterior a la Guerra de Secesión, en la que la gente negra esclavizada preparaba la comida para las familias blancas en las plantaciones.

En el curso de la historia, los barrios afroestadounidenses estaban ocultos lejos de la línea costera, así que, si quieres buscar rastros de la vida de los Downing en Chincoteague, tal vez tengas que ir tierra adentro hacia las zonas más altas, donde se ubican las iglesias Unión Bautista y Metodista Unida de Cristo. Una serie de pódcast llamada The Bivalve Trail describe con más detalle la historia de Thomas Downing en Chincoteague y sigue su travesía hasta Nueva York.

Años después de que Downing aprendió a recolectar ostras en la costa este de Virginia, la región más amplia de la bahía de Chesapeake se convirtió en una de las mayores productoras de ostras en América del Norte. Eso cambió en las décadas de los setenta y ochenta, cuando la cosecha anual disminuyó de manera drástica de los más de 11 millones de kilogramos que solían producirse en Virginia y Maryland alrededor de una década antes. Una combinación de sobreexplotación y un aumento de enfermedades transmitidas por agua provocó el deterioro de los arrecifes de ostras de la región que, pese a los continuos esfuerzos de revitalización, siguen muy alejados de su mejor época. Tanto Maryland y Virginia, que solían ser titanes de la producción de ostras salvajes, ahora generan menos de 113.400 kilogramos al año.

Así que, no es de sorprender que la región se haya decantado hacia la acuicultura. Los ostricultores han remplazado en gran medida a los recolectores de ostras y, aunque criar ostras no sustituye el asombro de desenterrar conchas de un arrecife natural, la práctica les permite a los criadores proteger las semillas de ostras de depredadores, enfermedades e incluso la simple amenaza del lodo blando, que, dada la ausencia de un arrecife firme, podría enterrar y sofocar a una ostra.

Cuando Downing se mudó a la ciudad de Nueva York en 1819, no tardó en familiarizarse con el río Hudson, donde se obsesionó con encontrar lo mejor de lo mejor del lado del río correspondiente a Nueva Jersey. Downing sabía que las ostras eran muy solicitadas en Nueva York y pronto se hizo de amigos y de clientes. Tiempo después, en 1825, abrió su propia bodega, Downing’s Oyster House, en la calle Broad, donde servía a personas como Charles Dickens y a todo un mundo de élites blancas. Hasta la reina Victoria comió las ostras que Downing le envió.

La cultura de las ostras empezó a cambiar en el siglo XIX. Estaban los obreros ostricultores que Downing dejó atrás en la costa este de Virginia, pero la ciudad de Nueva York tenía sus propios ostricultores, que transformaban sus hogares en locales de comida para los comensales que querían un platillo fresco y sencillo de mariscos.

Cuando Downing llegó a Nueva York, las bodegas de ostras —muchas a cargo de gerentes negros y abastecidas por ostricultores negros— ya eran populares, pero no eran consideradas establecimientos respetables para una clientela ilustre. Downing creía que podría distinguirse al apelar a los empresarios del Distrito Financiero. Con sus ahorros de años en la ostricultura en Filadelfia y Nueva York, decoró su restaurante con cortinas de damasco, un candelabro de techo y alfombras elegantes. Por las noches, los hombres de negocios incluso traían a sus esposas a Downing’s, un gesto significativo, ya que los locales de ostras no se consideraban “formales”.

Su restaurante prosperó. El nuevo edén gastronómico marcó un cambio en la manera en que la gente percibía las otras, como alimento y como experiencia social. Esta complejidad en la interpretación cultural de las ostras y la manera en que se han representado con el paso del tiempo es lo que me fascina.

Alrededor de un mes después de mi visita a Chincoteague, en una tarde ventosa de octubre, caminé por las puertas del recinto ferial del condado de Saint Mary en Leonardtown, Maryland, para asistir al festival de ostras y la competencia nacional de desbullado que se celebran cada año. Parecía haber más cervezas y gorras de las que se verían en un juego de béisbol. Había filas en todas direcciones fuera de las carpas de vendedores que ofrecían de todo, desde palomitas de maíz y helado hasta ostras ahumadas, crudas y brochetas de tocino.

Probé mi primer par de ostras del día en una carpa de degustación que servía cerveza artesanal junto con una abundancia de ostras cosechadas en la región. Los propios desbulladores hacían las veces de guías modestos para toda la experiencia, mientras abrían con fuerza las ostras y revelaban el brillante molusco en su interior.

La atmósfera era hogareña y relajada, muy distinta a la estética de lujo que se ve en muchos lugares del noreste, una meca de conocedores, algo parecido a lo que sucede con la viticultura. Las Bluepoints (una ostra originaria de la Gran Bahía del Sur de Long Island) son un nombre comercial tan conocido como Burdeos, pues denotan una región como una manera de simbolizar valor y autenticidad.

En el festival del condado de Saint Mary, había poco rastro de esas refinadas asociaciones. En mi segunda ronda, cogí media docena de ostras dentro de un granero en el que los desbulladores trabajaban en una línea fluida, y llevé mi plato a la sección del comedor, que consistía en mesas de pie construidas con una fina madera contrachapada sostenida por caballetes. Aquí, la gente se inclinaba sobre sus platos, rociando sus ostras con salsa picante.

De vuelta al exterior, me encontré con un hombre que llevaba un par de botas de caucho impermeables y de boca ancha. Se veía como si acabase de acarrear ostras. Con la camisa metida dentro de los jeans y los jeans metidos dentro de las botas, levantó una lata de Bud Light y suspiró; sentí que mi propia postura se relajaba mientras saciaba su sed. A su derecha había un portón trasero lleno de conchas vacías.

Mucho antes de que probara una ostra, había visto a hombres negros desbullarlas detrás de las rejas en Nueva Orleans, hablando hasta el cansancio mientras agitaban sus cuchillos tan rápido como sus muñecas podían hacerlo. Siempre parecían ser las despreocupadas estrellas de la noche. Los turistas (normalmente blancos) se reían durante toda la noche, disfrutando del servicio tanto como de lo que tenían en el plato. Era parte de la experiencia: estar en Nueva Orleans era dejarse encantar por sus habitantes, especialmente por aquellos que encajan en las caricaturas… el músico callejero, el pastelero, el desbullador de ostras (todos ellos probablemente negros).

Las ostras en sí son algo más insípidas que las del noreste, con su crujiente salmuera. Como el Golfo de México se mantiene caliente durante todo el año, las ostras de la Costa del Golfo son más blandas. Y como el río Misisipi vierte su agua dulce al pie de los estuarios del golfo, la salinidad de las ostras es más suave.

Las ostras de Chesapeake también se consideran suaves en el espectro de la salinidad, afectadas por la escorrentía de agua dulce de los ríos James, Rapphannock, Potomac y Susquehanna, lo que hace que las ostras de la bahía bajen en la lista de elección de muchos conocedores.

Pero ese análisis no formaba parte de la escena del festival de la ostra del condado de Saint Mary. Mientras me acomodaba en las gradas de madera para la competencia de desbullado, estaba claro que para muchos este era el evento principal. Las gradas se llenaron rápidamente y otros se colocaron a horcajadas sobre la corta valla que separaba al público del escenario, que estaba decorado con las banderas que representaban a cada uno de los estados de los que procedían los competidores. Los participantes y los miembros del público que trajeron sus propias sillas y mantas se reunieron al otro lado de la valla, en un campo, y una banda local de bluegrass tocó a la derecha.

La competencia de desbullado se celebró a lo largo de dos días. El primero tuvo que interrumpirse por el mal clima; en el segundo, tuve una charla breve con una mujer que estaba sentada a mi lado. Me contó que ella y su esposo eran oriundos del condado e iban al festival todos los años, que según ella había cambiado poco en todo este tiempo. Conocía a muchas de las personas que estaban en el escenario, incluida una mujer llamada Deborah Pratt, que fue presentada como una campeona que había ganado la competencia nacional al menos en cuatro ocasiones.

Pratt, ahora de mayor edad y equipada con un tanque de oxígeno, recibió una cálida bienvenida del público mientras tomaba asiento entre las otras participantes de la final femenil. Quedó claro que era una figura de rigor en el festival, que ahora celebraba su edición número 55. Como una mujer negra de Jamaica, Virginia, ubicada más hacia el sur de la bahía de Chesapeake, en una multitud de mayoría blanca, parecía ser una especie de estrella. Antes de que comenzara el concurso final, dio un discurso en el que pareció anunciar que esta sería su última competencia, se despidió de la audiencia y agradeció a las personas que, en sus propias palabras, la habían cobijado y protegido como la única mujer negra en las competencias de todos estos años. “No todos son malos”, declaró. “Hay mucha gente buena en este mundo”.

El momento fue conmovedor, pero también me hizo reflexionar sobre cuánto sufrimiento debió haber padecido o apenas esquivado en esta zona de Estados Unidos, algo que yo podía comprender como un hombre negro que estaba ahí de visita desde otra ciudad. Me mantuve alerta, pero sentí la tranquilidad de que, en este contexto, la mayoría de los sentimientos negativos quedarían contenidos.

Parte de la tradición de la competencia era que, cada que terminaba una ronda de desbullado, los competidores acercaban una bandeja de conchas abiertas a la valla para que los espectadores las tomaran y las comieran. El esposo de la mujer con la que charlé mencionó que ver a la multitud abalanzarse hacia la valla con las manos extendidas le añadía otro nivel de entretenimiento a la experiencia. Y, para la pareja, en realidad esta era la única ocasión en la que comían ostras, según me relató la mujer. De otro modo, las ostras solo eran una novedad de su localidad y demasiado costosas para degustar con frecuencia.