Vida de estudiante (II) - El Pespunte

2022-08-12 21:34:29 By : Ms. Tracy Zhang

Don Miguel Cano era un hombre delgado, de ojos claros y muy bien dotado para el dibujo, tanto que despertaba la admiración de todos los alumnos de la SAFA. Con él aprendimos las leyes de la perspectiva, pasamos el Partenón a tinta china y perfilamos, también con tinta china, y usando tiralíneas ─el Rotring, más caro, estaba prohibido para que todos tuviéramos las mismas posibilidades─, la sección de un tornillo dibujada por nosotros mismos. Las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia intentaban fomentar el aprendizaje de oficios que permitieran a sus alumnos llegar a ser profesionales independientes, algo que ciertos sectores de pueblo, excesivamente apegados y dependientes de las ganancias que proporcionaban las fincas explotadas a la antigua usanza, no veían con buenos ojos y no ayudaban a fomentar. Muy distinta hubiera sido la historia de Andalucía si se hubiera apoyado más a la industria y a sus talleres auxiliares: habría habido más trabajo, menos emigración y menor dependencia de los subsidios sociales. Osuna sería un pueblo muy distinto, más dinámico y emprendedor. Además, allá por 1970 no hubiéramos empezado a perder amigos, compañeros que abandonaban la localidad con sus padres y hermanos para establecerse en el extrarradio barcelonés, donde sí había trabajo aunque fuera a cambio de un fuerte desarraigo cultural. En fin; me estoy yendo por las ramas. Vuelvo al tronco, al colegio.

En la SAFA de Osuna había, y aún debe haber, unos árboles monumentales alrededor del edificio principal. No sé qué árboles son; creo que coníferas pero no podría asegurarlo. Los recuerdo de tronco ancho y de gran porte. Un día, durante el recreo, un compañero más alto que los demás se subió a uno de ellos, cosa que nadie nos había prohibido porque a ninguno de nosotros se le había ocurrido antes. Sonó la campana para volver a clase y él permanecía allá arriba, asustado de ver hasta dónde había subido y sintiéndose incapaz de bajar cada vez que miraba hacia el suelo. Don Ernesto fue a hablar con él; no sé a qué acuerdo llegaron, pero él permaneció allí arriba y las clases comenzaron con normalidad. El árbol estaba situado junto a una de las ventanas de nuestra aula, la de octavo, y el compañero arborícola se encontraba justo a la altura de los pupitres, por lo que pudimos comunicarnos visualmente con él hasta la hora de salir. No parecía muy tranquilo. Llegada la una, todo el colegio se congregó alrededor del árbol, donde él seguía encaramado, asustado y vacilante. Con don Ernesto y otros maestros presentes ─también se encontraba allí don Antonio de la Cruz, la persona que nos enseñó el precioso valor de la amabilidad─, todos empezamos a animarlo para que se atreviese a bajar (no habría más de dos metros desde la cruz del árbol hasta el suelo, tampoco era una hazaña, aquello). Gritábamos: “¡Fulanito, tírate! ¡Fulanito, tírate! ¡Fulanito, tírate!”. Y él, que tenía su vergüenza torera, se armó de valor, saltó y llegó al suelo en un aterrizaje perfecto, como si llevara toda la vida preparándose para ese instante. Aquel mediodía, con el salto, se ganó el respeto de todos los que lo habíamos criticado durante la mañana, pues la mayoría no habíamos parado de rajar de él. Eso sí: no volvimos a verlo subido a un árbol.

Don Pedro Talavera era moreno, delgado y usaba gafas de montura oscura en la parte superior, de esas que había entonces y ayudaban a reforzar ─como cejas suplementarias─ la expresión de la mirada. Don Pedro tenía una voz profunda, llena de graves, y amaba la música coral, arte que intentaba inculcar en nuestras inquietas cabecitas. Estábamos en séptimo, allá por 1974, cuando, a comienzos del curso, nos explicó en clase que iba a formar un coro para participar en un concurso de villancicos antes de Navidad. A tal fin organizó una audición. “La semana que viene, niños, os traéis aprendida una canción e iréis cantando uno a uno en la clase. Según lo hagáis entraréis o no en el coro”. El día señalado acudimos nerviosos pero ilusionados. Se escuchó una gran variedad de canciones, aunque la mayoría eligió temas popularizados por Bambino, Juanito Valderrama, Lola Flores, Emilio el Moro, Manolo Escobar, Raphael y Julio Iglesias, lo que oíamos por la radio de nuestros padres. Una vez hecha la selección, don Pedro nos dividió en voces bajas y altas y preparamos dos villancicos, uno obligatorio y otro elegido por él. El obligatorio comenzaba “¡Ay, Manolín, Manolito querido!” y el elegido “Estaba la Virgen María sola en su aposento”. Los que estábamos allí sentíamos la música y aprendimos ciertos rudimentos que nos han venido sirviendo desde entonces. Resultaba reconfortante comprobar cómo cada sección del coro era capaz de sostener su voz y construir con la otra armonías vocales más o menos acabadas. Con aquella actividad descubrimos que podíamos ser algo más que futbolistas o salteadores de caminos, nuestro juego preferido a la salida del colegio, cuando corríamos por la Carrera con el babi a modo de capa y blandiendo una espada imaginaria. El concurso, como solía pasar, lo ganó el coro del Colegio de Santa Ángela. Exclusivamente femenino entonces, sus alumnas eran las eternas ganadoras de las competiciones escolares por un imperativo de caballerosidad impuesto por los maestros y aceptado por nosotros, más o menos convencidos. Aquella vez, desde luego, ganaron de buena ley.

Imagen: Pinos en una sierra. (Cedida).

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